viernes, 9 de mayo de 2008

Las mujeres más hermosas ... o no

HISTORIAS DE TRANSEXUALES - Texto de Tiburcio Samsa extraido de su blog: http://asiabudayrollitosprimavera.blogspot.com/


La buena noticia para los hombres en Thailandia es que el país está lleno de mujeres hermosas. La mala noticia es que cuando te encuentras con una mujer alta, muy femenina y con pechos exuberantes lo más probable es que se trate de un transexual (katoey en thai).

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Aquel británico tenía en Phuket el bar de chicas más peculiar que haya conocido nunca: no tenía chicas. Eso había sido una imposición de su mujer thailandesa. Como al menos su mujer sí que le permitía seguir vendiendo cerveza, me pasé algunas noches por su bar. Las ventajas de ser el único cliente era que podía elegir la música que escucharíamos y que tenía derecho a la atención exclusiva del dueño del bar. Por suerte era un gran conversador y estaba lleno de anécdotas.
Mi favorita era la del británico que solía frecuentar un bar de transexuales y se enamoró de uno. El amor era mutuo. Un día, la transexual, le dijo: “Estoy ahorrando para operarme de abajo. Cuando lo haga, nos casaremos y tendremos niños”.
Resultaba evidente que la transexual había hecho novillos durante las clases de anatomía en el colegio.

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Eran dos cordobeses muy simpáticos. Llevaban unos pocos días en Bangkok y me estuvieron contando lo que se lo estaban pasando. Justo la noche anterior habían estado en un bar muy divertido del soi Nana. Estaba intentando recordar a qué bar se referían, cuando caí en la cuenta: “Ah sí, ya sé a qué bar os referís. El de las transexuales, ¿verdad?” Les cambió la cara. Tras un momento de silencio, se pusieron a hablar del tráfico en Bangkok.

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Aquel norteamericano era realmente perverso. Cada vez que le llegaba una visita de Estados Unidos, el primer día se la llevaba a un bar de Silom que estaba lleno de katoeys. El visitante llegaba con jet lag y con sueño y de pronto se encontraba con una cerveza en las manos y rodeado de mujeres altas y femeninas, dispuestas a lo que fuera. Cuando el visitante ya iba por la tercera cerveza y la décima exploración bucal y táctil del katoey que se le hubiera apalancado, el norteamericano le preguntaba con un tono neutro: “Por cierto, te has dado cuenta de que todas aquí son transexuales, ¿verdad?”

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Durante varias semanas estuvimos yendo a aquel restaurante y por más que lo discutíamos nunca llegábamos a tener la certeza de si aquella camarera era un “katoey” o no. Argumentos a favor de que era un “katoey”: su voz, extremadamente grave; la proporción torso/caderas, que era la de un hombre; medía más de un metro setenta y cinco. Argumentos a favor de que era una mujer: su rostro era muy femenino; no se le notaba la nuez; ni sus brazos ni sus piernas tenían una musculatura masculina. Había un factor adicional, que nunca pudimos determinar si inclinaba la balanza en un sentido o en otro: no tenía tetas. Unos decían que eso era una prueba más de que era una transexual. Otros decían que al contrario, que lo primero que hace una transexual es colocarse unos pechos, que parece un airbag con piernas; si no tenía tetas, era porque se trataba de una mujer.
Un día decidimos celebrar un debate final. Los nueve que habíamos estado discutiendo la cuestión durante semanas nos fuimos al restaurante y pasamos la comida ponderando las dos posturas. A los postres votamos. Por cinco a cuatro salió que era “katoey”. O sea, que al final resultó ser una transexual, pero por poco.

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Era un hombre maduro, elegante y culto. Le acompañaba una transexual de facciones muy finas. El hombre me contó la historia: “Era de noche. Iba caminando junto al río, cuando le vi haciendo la calle. Hubo algo en su cara que me atrajo. Le invité a cenar. Durante la cena noté que tenía una sensibilidad fuera de lo común. Pensé que sería una lástima que tanta sensibilidad y tanto potencial se echaran a perder en un sito tan sórdido. Le dije que se viniera conmigo a Europa y aceptó.”

Antes de separarnos, el hombre me sacó una foto con su cámara digital. Dijo que quería hacerme un retrato.

La noche siguiente volvimos a quedar. El hombre me entregó mi retrato. “No encontré pintura y lo he tenido que hacer con el maquillaje de mi compañera”. Los colores escogidos eran un poco peculiares, pero el parecido era perfecto. Lo había pintado sobre dos cartones que había unido con pinta de embalar. La línea de unión entre los cartones cortaba mi frente en dos partes iguales.
“Ahora eres como Velázquez”, me dijo.

- ¿Cómo Velázquez?

- Para pintar “Las Meninas”, Velázquez tuvo que unir dos lienzos, como yo he hecho con estos dos cartones. La línea de unión de loos lienzos pasa por su cabeza. Era su manera sutil de decir que estaba hasta el gorro de ser pintor de cámara.

Me gustó la metáfora. Soy como Velázquez. Yo también estoy hasta el gorro.

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