El que inventó el adjetivo “morboso” seguramente estaba pensando en la relación que los japoneses tienen con el sexo.
De que son un poco raritos, me di cuenta por primera vez un día que coincidí con un japonés en un barco. Cuando se enteró que yo venía de Bangkok, me preguntó: “¿Cuánto… una mujer… en Bangkok?” Aún no sé si las pausas eran porque su inglés era muy malo o porque tuvo un orgasmo al pronunciar la palabra “mujer”. Con gran entusiasmo y mal inglés me explicó cómo eran las cosas en Tokio. Llegué a enterarme de que por 80 dólares tienes derecho a media hora de… ¿qué te corten el pelo? ¿qué te toquen los huevos? No había manera de entenderlo. Si era lo del corte de pelo, me parece muy caro. Si era lo de los huevos, he tenido muchos jefes que me los han tocado y no sólo no he tenido que pagar, sino que he recibido dinero en la operación. En fin, creo que nunca me enteraré de lo que ocurre en Tokio a los varones que disponen de 80 dólares y media hora de tiempo.
Más tarde he ido descubriendo otros detalles que me han confirmado en la idea de que son algo raritos en lo relativo a la bragueta. No hay más que ver cómo en todas las series animadas japonesas siempre aparece alguna colegiala minifaldera, exhibiendo piernas largas y esbeltas, es decir, el tipo de piernas que no se ven en Japón. En Tokio hay burdeles que son como parques temáticos del sexo. El cliente va y quiere tener una fantasía en la que la azafata de un avión le acosa sexualmente, pues bien, se le lleva a un decorado y por un precio parecido al de un billete de avión Tokio-Paris, puede escenificar su fantasía. Y ya, en el colmo, allí donde el fetichismo y la falta de higiene se entremezclan, hay mercados en los que se puede comprar ropa interior de adolescentes de segunda mano a precios de lencería parisina de la fina y de primera mano.
También la literatura japonesa tiene ejemplos morbosos que no creo que tenga ninguna otra literatura. Por empezar suave, en “Diario de un viejo loco” de Junichiro Tanizaki, tenemos la historia de Utsugi, un septuagenario al que le atrae su nuera. Me corrijo, no es que le atraiga, es que le pone cachondísimo. Hay algunas escenas en las que él ve cómo su nuera se ducha y a través de las cortinillas a veces tiene visiones fugaces de un hombro o un tobillo, que están llenas de erotismo. Tal vez, lo más morboso sea su deseo póstumo de que su nuera se impregne de tinta las suelas de los pies y deje su huella marcada en dos papeles chinos. Dice el cachondón Utsugi: “Quiero tener una Piedra con las Huellas de Buda esculpida sobre el modelo de tus pies, Satsu. Cuando muera, mis cenizas descansarán bajo esa piedra. Ése será mi nirvana.” No está mal. Toda la eternidad bajo los pies de la deseada. A ver quién mejora eso.
Lo mejora Ogai Mori (1862-1922), quien en “Vita sexualis” relata los inicios sexuales de un chico que podría ser él mismo. Su descubrimiento ocurre viendo libros de estapas, o sea, el “Play boy” de aquella época. Aunque no fuera lo suyo, también conoce pronto el acoso de un admirador homosexual, que solía invitarle a pasar a su casa al regreso del colegio. Una de las escenas tiene un candor inigualable: “Un día cuando pasé por su casa, descubrí la cama hecha. Su comportamiento fue mucho más molesto de lo que había sido nunca antes (yo habría escogido el adjetivo “alarmante”) (…) Finalmente me dijo: ¡Por favor, métete en la cama y duerme conmigo aunque sólo sea por un segundo!” (Debía de ser eyaculador precoz). A los quince años la madrastra de un compañero intenta seducirlo, tres años más tarde la frustrada seductora es una criadita de catorce años… La sensación final que deja el libro es la de que el autor siente tanto morbo como respeto por el sexo y no deja de retrasar el momento de perder la virginidad.
Pero hete aquí, que viene otra vez Tanizaki a elevar el listón del morbo con “Un retrato de Shunkin”. En él cuenta la historia de la maestra de música Mozuya Koto, alias Shunkin. Shunkin procedía de buena familia y a los ocho años quedó ciega. Su familia la pone a recibir clases de música y coloca a su disposición a un servidor pueblerino, Sasuke, quien desde el inicio la adora. Sasuke entendía que debía cumplir todos los deseos de su señora, lo malo es que los cumplía sin condón y pasó lo que pasó. Sasuke y Shunkin no vivieron como marido y mujer, sino como señora y criado. Los hijos que tuvieron los entregaron a familias para que se ocuparan de ellos, como para que nada rompiera la ficción de que entre ellos dos no había vínculos conyugales. Cuando Shunkin tenía treinta y seis años, una noche un intruso entró en su casa y le echó cera ardiente para desfigurarla. Como Shunkin era una maestra severa, e incluso colérica, la lista de posibles sospechosos es larguísima. Durante su convalecencia Shunkin permaneció en una habitación oscura. Sasuke entendió que no quería que él la viera desfigurada. ¿Qué hacer? ¿Buscar los servicios de un cirujano plástico? ¿Contratar una criada? No olvidemos que Sasuke estaba muy enamorado y era japonés. Cogió una aguja, se perforó los ojos y fue a anunciárselo a su amada, afirmando humildemente que eran cataratas: “¡Señora, yo también me estoy volviendo ciego! Ahora nunca veré su cicatriz mientras viva. Qué suerte que la ceguera me haya llegado en este momento. ¡Debe de ser la voluntad del cielo!” Tanizaki, retorciendo un poco la historia, se pregunta si en el fondo Shunkin no deseaba la ceguera de Sasuke y, conociendo su devoción, no le había incitado a ella. Da lo mismo. Para Sasuke el momento más feliz de su vida fue el silencio de Shunkin que siguió a la noticia.
Yukio Mishima en “Confesiones de una máscara” alcanza nuevas cotas de morbo. En la primera mitad de la novela el protagonista cuenta las cosas que le ponían de niño y si un niño de hoy en día lo contase a sus padres, al día siguiente estaría en el psicoanalista. Por ejemplo, altera una historia de un príncipe que se enfrenta y mata a un dragón, para que termine de esta manera, más grata a sus gustos: “… el dragón masticó al príncipe en pedacitos. Fue casi más de lo que podía resistir, pero el príncipe hizo acopio de todo su valor y soportó la tortura hasta que hubo hecho briznas de él. Entonces, en un instante, se hundió en el pozo y murió.” También le gustaba imaginarse muriendo en una batalla. De adolescente, se enamora de Omi, un chico algo mayor, y el gran momento erótico viene cuando, en una clase de gimnasia, le ve los sobacos llenos de pelo. No especificaba si “cantaban”. Más tarde se masturba en una playa, mientras recuerdo los sobacos de Omi. Y yo que me creía raro porque me ponen las elefantas en celo.
Afortunadamente tenemos a alguien capaz de superar el morbo de Mishima. ¿Quién? Efectivamente, Junichiro Tanizaki. La obra es “La historia secreta del Señor de Musashi”.
La obra arranca con Musashi de adolescente en el castillo del Monte Ojiva, que estaba siendo asediado. Ya que no puede participar en los combates por su edad, una anciana decide compensarle permitiéndole ver cómo se preparan las cabezas de los enemigos caídos para su presentación al comandante del castillo. Tanizaki describe: … el contraste entre las cabezas y las tres mujeres despertó una extraña excitación en él. Comparadas con la palidez de las cabezas sin vida, las manos y dedos de las mujeres parecían extrañamente vitales, blancos y voluptuosos. La experiencia le gusta y a la noche siguiente repite y de nuevo se apoderó de él una ebriedad embriagadora, un éxtasis violento que desgarró su corazón. Esto es fetichismo y lo demás son tonterías. Una de las jóvenes que limpian las cabezas le atrae especialmente a Mushasi quien envidió a la cabeza situada delante de la joven (…) No es simplemente que envidiase a la cabeza porque la joven le estuviese componiendo el cabello, afeitando o mirándola con esa sonrisa cruel; quería que le matasen, que le transformasen en una cabeza con una expresión de agonía, que fuese manipulada por las manos de la joven. En fin, lo que para unos son sueños eróticos, para otros son pesadillas. Los japoneses son un poco raritos.